"El mensajero de recuerdos"

Cuento de Navidad

Raúl Blank

12/14/20258 min read

¡Feliz Navidad! Hoy quiero abrir mi corazón con vosotros y dejar algo muy personal bajo el árbol: el primer cuento que he escrito. No se me ocurre una fecha mejor para hacerlo, porque la Navidad es donde nos volvemos más niños, donde las palabras, emociones y el hogar cobran más sentido, para felicidad de muchos, para la tristeza de otros.

Este relato es mi manera de daros las gracias por estar ahí, por leerme, por acompañarme en este camino y por hacer que cada palabra tenga sentido. Ojalá lo leáis despacio, con una taza caliente entre las manos y el corazón dispuesto a dejarse llevar. Gracias por formar parte de este pequeño rincón.

Quiero añadir que, para los curiosos y amantes de la música, este libro fue escrito mientras sonaba "Hurt", "Desolate", "Feel", "Isolation", "Aura" y "I Choose You" de Lucas King, melodías que acompañaron cada palabra y ayudaron a dar forma a su atmósfera.

Os dejo un enlace a un PDF donde podéis disfrutar del cuento en formato libro, tal y como fue concebido, para que la experiencia de lectura sea aún más especial. Si lo preferís, también encontraréis el cuento aquí mismo, aunque en este caso se pierde parte del encanto visual y el cuidado formato que tienen los libros.

EL MENSAJERO DE RECUERDOS

La nieve comenzó a caer una semana antes de Navidad. No eran copos blancos y luminosos como se ven en las películas, era una nevada densa, agotada, como si el cielo hubiese envejecido. Caelius, desde la ventana de su pequeño piso, observaba las luces anaranjadas parpadeando. Cada casa tenía una decoración idéntica: renos geométricos, guirnaldas de colores calibrados para producir felicidad visual, melodías programadas. Nada se dejaba al azar; la Navidad entera era un producto optimizado.

A sus ochenta años, Caelius se sentía como una pieza de museo, como un adorno guardado en un cofre que nadie quería sacar. Su piso era un reflejo de su ánimo: baúles repletos de vida pasada, bolas de cristal, fotografías cada día más pálidas y la vieja caja de música de su esposa, Clara. Al abrirla, un villancico desafinado sonaba con ternura. Él la escuchaba cada noche como quien escucha el susurro de quien está vivo. Ese año era distinto; la melancolía pesaba demasiado, tal vez por el silencio de la soledad, tal vez porque el mundo parecía feliz viviendo en la monotonía, tal vez porque extrañaba a Clara más de lo que admitía.

Esa tarde, Caelius decidió que no pasaría la Navidad encerrado entre cenizas del pasado y luces artificiales. Se puso su polvoriento abrigo gris; aún conservaba olor a tabaco. Salió de la calle envuelto en una bufanda que Clara le tejió antes de enfermar de cáncer.

Casi movido por instinto, caminando despacio, llegó al viejo edificio en el que había trabajado durante toda su vida: el antiguo “Ministerio de Memorias Colectivas”. Ya nadie lo llamaba así en realidad; ahora era el infame “Centro de Depuración Emocional”, lugar donde se clasificaban y destruían recuerdos públicos considerados “poco eficaces” o “no productivos”. Las oficinas que antes guardaban fotografías de fiestas, de familias, de cartas de amor, de sueños perdidos… Todo ahora eran salas estériles donde las máquinas analizaban datos emocionales para su eliminación o uso. La alegría rentable se conservaba; la tristeza real se descartaba. Las Navidades imperfectas, esas llenas de lágrimas, de silencios, de momentos difíciles, eran las primeras en ser borradas.

Caelius conservaba una copia de la llave de su oficina. Cruzó la puerta principal tras un leve crujido de la bisagra y encendió la linterna de su reloj. El eco de sus pasos resonaba mezclándose con el ambiente abandonado de la sala. Aún había restos de humanidad: tazas olvidadas, abrigos, un par de guantes deshilachados. Nadie revisó todo lo que quedaba en los antiguos casilleros, en el remoto refugio de ficheros de Caelius.

—Buenas noches, vieja casa —susurró.

El archivador lo recibió con su olor a papel y humedad, como si reconociera su voz.

En la sala, en un rincón, Caelius formó un refugio improvisado: un calefactor, unas velas, un termo de café, cintas de vídeo rescatadas discretamente a lo largo de los años. Les llamaba “Las Navidades opacas”. Era el tipo de recuerdos que se consideraban como inútiles porque no generaban sonrisas cuantificables: una abuela que se caía mientras servía el postre, la niña que lloraba al extrañar a su padre, un parto doloroso el treinta y uno de diciembre mientras el año finalizaba, la familia que cenaba en silencio tras la pérdida de un familiar. Eran momentos reales, imperfectos, humanos, tesoros para Caelius.

Encendió el calefactor; deambulaba por la sala en busca de más memorias olvidadas. Atisbó una caja sin catalogar, solitaria. Dentro había fotos, cintas de vídeo, cartas arrugadas, tarjetas de Navidad hechas a mano, el tipo de recuerdos que el sistema quería desvanecer.

Sacó una cinta al azar y la insertó en el reproductor. El aparato chisporroteó, aunque funcionó. En la pantalla apareció una sala de estar iluminada por un pequeño árbol deshojado y adornos mal colocados. En la grabación se veía a una mujer de unos treinta años cantando desafinadamente un villancico mientras revolvía el caldo de una olla en la cocina. La cámara temblaba a causa del mal pulso de su camarógrafo; alguien reía detrás: un niño pequeño con un jersey rojo y feo, de esos que pican. Corrió hacia la mujer, abrazó su pierna mientras ella se volteaba y reía con él, alzándolo en brazos, mostrando sus dientes torcidos y su mirada candente.

Caelius sintió que algo en el pecho le golpeaba, le pesaba, le ahogaba. Esa era la Navidad que él recordaba. El amor sin filtros, los fallos entrañables, el calor que no podía generarse mediante algoritmos, el cariño humano. Mientras la cinta avanzaba, se quedó frío, su mirada se congeló… La mujer, la cocina, el niño y, al fondo, una bufanda tejida con un patrón idéntico al de Clara. Entonces, en un giro torpe de cámara, la pantalla reveló el rostro del hombre que sostenía el dispositivo: él mismo, con cincuenta años menos, con el cabello aún oscuro, con los ojos aún felices, con la sonrisa aún vigente.

Había olvidado por completo que ese recuerdo existía, había extraviado esa vida que ya no estaba. Se quedó pálido, inmóvil, con los ojos húmedos. No sabía si lloraba por la ausencia de su difunta esposa o por la certeza de que ese amor cotidiano e imperfecto había desaparecido del mundo. Cuando pausó la grabación, notó una etiqueta en la parte superior del archivo que le heló la sangre:

“A destruir, emocionalmente improductiva”.

Era el sello que se ponía a todo aquello que no cumplía los estándares de “felicidad útil”. En cuestión de semanas, esa cinta se hubiese destruido si no hubiese quedado olvidada en el viejo despacho de Caelius.

La indignación se mezcló con melancolía, ¿cómo se podían destruir unas Navidades así? ¿Cómo podían desechar uno de los recuerdos más puros de toda su vida? Apagó el reproductor, tenía frío y un calor irradiaba poco a poco en lo más profundo de su pecho, como una especie de rebeldía suave que se avivaba con cada pensamiento.

Los días siguientes, Caelius se dedicó a revisar miles de recuerdos. Cada uno era un fragmento de vida considerado como inválido o a desechar: escenas familiares, comidas saladas, discusiones de parejas por tonterías que luego acababan en besos bajo las sábanas, niños abriendo regalos reciclados, personas cenando solas junto a la tenue luz de una vela. Eran recuerdos grises, imperfectos, sí, pero extraordinariamente humanos.

Cuanto más veía, más se avivaba esa presión en su pecho. Tenía que hacer algo, debía devolver esas memorias, esa Navidad al mundo, aunque fuera insignificante, aunque nadie lo agradeciera, aunque si a causa de ello le quitaban la vida.

Por la noche, un veintitrés de diciembre, Caelius cargó su mochila, repleta esta de recuerdos, de fotografías, tarjetas USB, cintas y cartas, cada memoria seleccionada para conmover aunque fuese desde la modestia. Salió a la intemperie, helada, nevada. La ciudad estaba silenciosa, salvo por el murmullo de los anuncios navideños. Cada casa tenía luces, árboles, cenas idénticas, todo perfectamente coreografiado por el sistema. La Navidad había perdido su alma, pensó Caelius; ya nadie sabía celebrar o ser feliz sin instrucciones.

Se detuvo ante la primera casa. Era de una familia joven que vivía apurada. Dejó una fotografía de una abuela abrazando a su nieto dentro del buzón. En la siguiente vivienda, cedió un vídeo donde un padre y un hijo discutían al armar un árbol retorcido y desgastado, riendo, gritando, momentos amargos, dulces tras la sazón del tiempo. Fue llenando los buzones de villancicos mal cantados, despacio, con pasos que crujían sobre la nieve. Casi de madrugada, su mochila estaba vacía; él, en cambio, se sentía más lleno que en muchos años

Al amanecer de la Nochebuena, Caelius se despertó. No había dormido bien; el cansancio le hacía sentir el cuerpo pesado, los pulmones fríos y agotados de toser toda la noche por su paseo bajo la nieve. Aun así, se levantó para prepararse una taza de café y encender la radio. No escuchó la programación habitual de anuncios brillantes y Navidad calculada, sino las voces de la gente, verdaderas, espontáneas, llamándose unos a otros, preguntando por los recuerdos que habían encontrado en sus buzones.

—¿Tú dejaste esto? —preguntaba una mujer entre lágrimas.

—No, pero creo que sé quién podría haberlo hecho —respondió otra, con voz cálida.

Caelius sonrió débilmente.

Salió a la calle. Solo había nieve, silencio, pero también un movimiento extraño: las personas desconocidas se reunían en grupos, compartían fotos, cintas, cartas. Algunos lloraban, otros reían sin saber por qué. Los niños corrían sin hologramas, sin pantallas. Alguien había encendido una hoguera comunitaria a pesar de estar prohibido; otros llevaron chocolate caliente para disfrutar aquel día juntos.

—¿Lo ves, Clara? —susurró al cielo Caelius—. Están recordando.

Volvió a su antigua oficina por última vez. El edificio estaba más frío que de costumbre. Recogió su refugio improvisado, apagó el calefactor y colocó sobre la mesa la cinta de vídeo de su familia. Deseaba que permaneciera allí como testigo del olvido.

Se sentó en una silla, cansado. Le dolía el pecho; tal vez había cogido una gripe fuerte, tal vez solo fuese el peso de los años. Cerró los ojos un momento para descansar… No los volvió a abrir.

La ciudad no supo de él en horas. Algunos lo recordaban vagamente; otros ni siquiera sabían su nombre. La gente comenzó a buscar a aquel misterioso “mensajero de los recuerdos”. Nunca habían sentido lo que sintieron ese día: nostalgia, un anhelo amargo pero cálido a la vez.

Las calles estaban llenas de familias abrazándose sin manual de instrucciones, los enamorados dejaban de mirar las pantallas y paseaban de la mano, los niños tocaban la nieve como si fuese un peludo gatito blanco.

Finalmente, hallaron a Caelius en su oficina; lo encontraron frío, pálido, como dormido, sin latidos, con una sonrisa dulce permanente en sus mejillas, con una fotografía en su regazo de él y Clara frente a un árbol de ramas peladas, riendo como si el mundo fuese sencillo.

Los presentes sintieron que habían perdido a alguien importante, aunque no entendieran del todo por qué. Al día siguiente, en su puerta apareció una nota. La dejaron los vecinos sin ponerse de acuerdo, como movidos por un impulso compartido. Con letras temblorosas se podía leer un:

“Gracias por el recuerdo, no sabíamos que habíamos perdido tanto”.

La nieve siguió cayendo esa noche, pero ya no se veía cansada; era dulce, suave, como si el cielo, por fin, respirara. En las ventanas de la ciudad, por primera vez en décadas, las luces navideñas no brillaban de forma idéntica. Algunas parpadeaban, otras estaban torcidas, otras estaban fundidas. No importaba, todas eran humanas y eso bastaba.