Especial Halloween

Fragmentos de terror de mi libro celebrando la semana de Halloween.

10/28/20256 min read

A continuación encontrarás dos fragmentos de mi libro especialmente seleccionados para celebrar la semana de Halloween. Aunque no soy un escritor centrado en el terror —ni me limito a ningún género en concreto—, me gustaría ofreceros una breve muestra de mis destellos más macabros (al menos, los que puedo mostrar sin destripar demasiado la historia).

Estos pasajes forman parte de la obra completa y pueden contener spoilers o detalles clave de la trama. Si disfrutas del misterio, el suspense y un toque de oscuridad… estás en el lugar correcto.

El primero no es una invención propia como tal, aunque sí una adaptación genuina. Es una historia que escuché de pequeño y quise transmitir en mi novela. El segundo… bueno, es una escena de tortura. Te recomiendo no leerla si eres muy sensible a la violencia, pues es un fragmento considerado como "fuerte". Por cierto, siento el formato de texto; en una web es complicado dar el mismo diseño que tiene un libro.

Sin más preámbulos, comenzamos los textos:

NO ABRAS LA VENTANA

[...]

Lo apresaron, lo encerraron… Despertó aturdido, vislumbrando una tenue luz roja, observando instrumentos de tortura: pinzas, pequeños cuchillos, ganchos descansando en una mesa de metal con manchas coaguladas en las esquinas. Horas marcadas por un gran reloj de arena, precipitados sus gránulos lentamente, a la espera de su condena… Se acabó el tiempo.

Gritos, chillidos aproximándose al oído, pasos pesados acercándose por la espalda. Sudor frío recorriendo la columna, manos entumecidas por el miedo, por las correas de cuero aprisionando a su víctima. Respiración acelerada, corazón huyendo del pecho, rezando sin creer, deseando que sea un sueño, que te salven, que te rescaten, buscando esperanza hasta que te das cuenta de lo reales que pueden ser las pesadillas...

—¿Dónde está la energía? —preguntó con voz aterradoramente calmada una siniestra sombra.

—Esto es una pesadilla… esto es una pesadilla... ¡No lo sé! ¡No me hagas daño! ¡No sé de qué me hablas! —exclamó, llorando.

Llantos reverberaban en las paredes, sonidos graves y escalofriantes escapaban de la tierra.

—No me dejas otra opción…

—No… ¡Por favor! —imploró, intentando despertar.

El verdugo tomó el dedo índice de su prisionero, examinando la uña con precisión. Cogió las pinzas, apretó, enviando junto con la presión un mensaje claro: no hay escapatoria, es una pesadilla. Lentamente, sin prisa, arrancó la uña de su base mientras un grito atroz se fundía con llantos lejanos. La piel se desgarró en capas microscópicas, dejando la carne expuesta, palpitante, sangrando hasta que la sal y el rojo vivo cicatrizaron la herida abierta. Junto a los chillidos, se unió el olor acre a carne quemada invadiendo la minúscula habitación, roja, manchada de sangre.

—¿Por dónde proseguimos?

—Para, por favor... ¡No sé nada!

—Continuaremos y, cuando terminemos contigo, seguiremos con tu esposa e hijos o, si lo prefieres, podemos traerlos ya. ¿Los escuchas agonizar en la habitación contigua?

—¡Mientes!

—Miento…

El verdugo sostuvo la mano de su rehén, apretando sus guantes negros a la piel hasta dejarla palidecer.

—Solo un dedo, solo la punta… —murmuró con una voz que destilaba una calma perturbadora.

Sin dejar al prisionero reaccionar, hundió una aguja en la carne sin uña, dejándola caer poco a poco, perforando el tejido blando hasta llegar a los nervios. El dolor estalló como una explosión eléctrica, arañando el cerebro, escapando de la lengua, de la boca llena de lamentos.

—¿Te duele?

—Para… Por favor…

—Tranquilo, finalizaré tu agonía —dijo mientras afilaba un cuchillo ante los atónitos ojos de su espectador.

Colocó el dedo sobre la fría mesa de metal, levantó el cuchillo, lo deslizó ante la aterrorizada mirada de su rehén, lo dejó caer encima de su ya destrozado dedo. El filo no cortó limpiamente; el hueso resistió.

—¡¡¡AHHHHHH!!!

Tras una pausa atronadora, presionó aún más la hoja, emitiendo un sonido seco y crujiente mientras la carne y tendones comenzaban a ceder.

—Dame un momento —dijo el martirizador mientras se disolvía entre la roja penumbra, dejando el dedo a medio cortar colgando de la mano.

Trascurrida una hora, se escucharon chillidos pidiendo auxilio, pasos silenciosos acercándose a los tímpanos.

¡CRACK!

Un inesperado golpe, un grotesco sonido, finalizando con ello de cortar el dedo. Sangre oscura, caliente, brotando por el cuerpo, goteando en el suelo; ojos nublándose, desfalleciendo...

—No te duermas, aún quedan diecinueve... Aunque, si lo prefieres, podemos intercalar para que no te aburras. ¡Sí! ¡Eso haremos! ¿Dónde tengo la cuchilla curva?

—Te voy a matar…

—Solo estoy trabajando —dijo mientras reía con placer.

—¿Para qué es la cuchilla…?

—Los ojos son las ventanas del alma, ¿eso dicen, no? —murmuró, con un tono de macabra ironía.

La primera caricia de la cuchilla presionó el borde del párpado superior derecho. La hoja, afilada como un bisturí, cortó con facilidad la fina piel, causando una agonía inmediata. La carne interna quedó expuesta, los capilares sangraron con furia. El prisionero intentó cerrar el ojo, pero los dedos enguantados del verdugo lo mantuvieron abierto, asegurándose de que la visión de la sangre chorreando por la pupila se quedase grabada en su mente.

Lentamente, como arrancando una etiqueta de un frasco vidrioso, retiró el párpado superior por completo, dejando el ojo expuesto, incapaz de cerrarse y, sin darle tiempo para asimilar el daño causado, acercó lentamente una aguja a la pupila de la víctima, clavándole la punta milímetro a milímetro, deteniéndose en seco….

—No, debes ver bien… Pobrecito, no te preocupes, déjame que te limpie la sangre con salmuera…

Gritos indescriptibles de dolor, apresado en un abismo de sufrimiento constante, con la visión de aquel criminal atormentando la consciencia.

—Bueno. ¿A qué jugamos ahora?

—Mátame… Por favor, mátame…

—Ummm… Dame un momento…

El verdugo arrastró un carro de herramientas, fundiéndose el sonido metálico de los artilugios con la atmósfera, cada vez más hedionda y pesada. Ató al prisionero de pies y manos, lo desnudó rasgando su ropa sudada, agarró un bisturí…

—¿Ves esto? Es el precio de tu resistencia —susurró, señalando la entrepierna del hombre.

—No… Por favor, no…

—Te voy a explicar lo que voy a hacer para que no te pierdas ni un mínimo detalle.

—No lo hagas, confesaré, pero por favor, detente…

—La piel es sensible al tacto; traeré a una amiga y, cuando inevitablemente se te tensen las fibras, cogeré tu miembro viril y, con mano firme y precisa, realizaré un primer corte superficial, lo suficientemente profundo como para que perfores de gritos el aire.

Al principio, pensarás que no es para tanto; no te confundas, el dolor no es inmediato, es una explosión que se incrementa con cada segundo y, para cuando lo comprendas, ya estaré atravesándolo del todo: piel, carne cruda, vasos sanguíneos y tejido muscular. No, no te preocupes, los nervios son cortados uno a uno, como cuerdas tensas que se rompen al límite, deslizando de un lado a otro el filo, poco a poco…

—¡Suéltame! ¡Confesaré!

—Y, finalmente, cuando estés al borde de fallecer, traeré a tu esposa, a tu hija y las sodomizaré mientras miras y no puedes hacer nada, mientras desgarro todo su tejido una y otra y otra vez…

—Te juro que te voy a matar, si no en esta vida, en la otra, pero te pienso encontrar y cuando lo haga, lamentarás haber nacido...

—Bueno, eso dices ahora, aún nos quedan muchos días de diversión... —respondió, lanzando múltiples carcajadas de crueldad.

TORTURA

Rayos, truenos, tormentas, lluvia, barrotes rotos; aquel infame loco asesino del manicomio de alta seguridad, suelto por la ciudad. No, no os riais, no es mentira. Los policías lo están buscando, no estamos a salvo. Puede entrar por cualquier ventana o puerta abierta, por edificios, chalets o casas. Ayer mismo, al lado de la biblioteca, un señor olvidó echar el cerrojo…

Como cada noche, dio de comer a su perro, se tumbó en sus sábanas frías y relajantes, con su guardián bajo la cama, seguro, pensando que este ladraría si aquel asesino penetraba en su vivienda. Las diez, las once, las doce, hora tras hora, el hombre dejaba caer su brazo, su mano al suelo. El perro le lamía, por lo que continuaba durmiendo tranquilamente, envuelto entre penumbra y cada vez menos desasosiego; la lengua de su fiel compañero conciliaba su sueño.

Gloc, gloc, gloc. Un goteo repentino lo despertó.

—Solo son las tres de la mañana. ¿Está lloviendo? —pensó mientras su perro le chupaba su mano de nuevo.

 Se levantó, intentó encender la luz; no funcionaba. Se abrió paso entre las sombras, guiado por el fino destello emitido por una linterna. Buscó el origen de aquel sonido, de aquella gotera. Cansado de investigar, se comió un aperitivo de medianoche, fue al servicio y, al abrir la puerta, su perro yacía ahorcado con sus propias tripas, dejando caer rojas gotas en un charco cada vez más abundante. El hombre, con la cara descompuesta, inmovilizado por el miedo, dirigió sus ojos hacia el espejo; leyó letras grabadas de sangre:

Los locos no somos tontos, también sabemos lamer”.